
Mi madre decía que en el pueblo había demasiados secretos. Secretos por herencias, por accidentes, secretos por terrenos, por ganado, secretos por querer y secretos por no querer. También castañas, porque era el negocio familiar.
Mi madre evitaba ir a casa de la abuela a toda costa, decía que le traía malos recuerdos, pero no podía obviar su enfermedad, por lo que me utilizaba de excusa y de chaleco antibalas. La abuela era mordaz y la esperaba con el cargamento de reproches preparado cuando íbamos a visitarla un fin de semana al mes, para asegurarnos de que no había muerto sola.
Mi madre había vivido hasta la muerte del abuelo con ella, en una casa olvidada de la mano de Dios —pero junto a la iglesia—, lejos de autopistas y asfalto, a la que se accedía después de rodar unos buenos diez kilómetros por vías de tierra. En invierno apenas residían cien personas en el pueblo. El abuelo no quería que mi madre estudiara y la abuela necesitaba ayuda con la casa y la piara. Le había buscado un buen mozo para casar, el hijo del herrero, Ramón, que tenía buen talante, era trabajador y no le daría problemas. Mi madre entendía como problema la vida en sí, no a Ramón.
—Madre, si a mí el que me gusta es el Alfonso, no el Ramón… —explicaba una y otra vez antes de que la abuela la azotara con el palo de la escoba, después de santiguarse como mínimo dos veces—. Además, no quiero quedarme en el pueblo, ¿no lo entiende? ¿Qué vida puedo llevar aquí?
—La que hemos llevado todas. ¿Qué se te ha perdido a ti en la ciudad? ¿Qué quieres hacer allí, lejos de tu familia? ¿Y qué le vas a decir al pobre muchacho?
Mi madre cuenta que ahogaba las palabras desde niña. Yo no sé cómo se hace eso, pero me imagino que se refiere a callarse algo con tanta urgencia que duele la garganta, así que supongo que tiene la voz grave por la presión del silencio.
El abuelo lo tuvo más claro con ella y con diecisiete años la envió a la capital, cansado de peleas.
—¿Quieres estudiar? Estudia. ¿Quieres trabajar? Trabaja. Eso sí, no vuelvas hasta Navidad. No tienes permiso para regresar antes, aunque te estés muriendo de hambre. ¿Quieres libertad? Sé libre.
Un infarto apenas unos días después adelantó el viaje.
A Alfonso también le hubiera gustado irse del pueblo, pero sentía demasiado apego por las peñas rocosas, el río y la vega por donde paseaba junto a sus hermanos. Era consciente de que su vida hubiera sido otra de haberla seguido, sabía incluso que hubiera sido muy feliz a su lado, que la soledad no se le habría metido en el cuerpo como la humedad en los huesos para hacerlo tiritar en época de castañas. Por otra parte, era el único heredero varón y le tocaba cumplir con la dichosa ley del mayorazgo haciéndose cargo de la familia y la empresa.
Inquieto, la veía llegar con su coche lleno de polvo después de atravesar el camino de piedras y se estremecía. Cuando llegaba sola y cuando empezó a hacerlo con aquella niña a la que nunca le dejó conocer. Él, que detestaba las habladurías… ¿Acaso ella no se daba cuenta de que los provocaba fingiendo indiferencia? Como si nadie estuviera asomado a la ventana cuando ella se colaba en su casa bien entrada la noche… Podría haberse casado con la Inés, pero él creía en el amor y era cabezón. «Uno solo puede enamorarse de verdad una vez en la vida», defendía ante sí mismo mientras mi madre tragaba saliva.
Alfonso tampoco insistió para que se quedara en el pueblo. Decía que sería como encerrar a un pajarillo en una jaula y pedirle que cante. Mi madre cantaba mal de por sí. ¿Qué más daba pueblo o ciudad? Era experta metiéndose en líos, el mundo se le quedaba pequeño y él tenía el destino escrito: iba para alcalde.
El caso es que lo conocí cuando en invierno fuimos a enterrar a la abuela. Mi madre pensó que sería una buena escuela para mí presenciar un entierro «como los de antes». Sin saber cómo son «los de ahora», caminé tras el féretro donde iba el cuerpo tieso de la abuela hacia el cementerio, al ritmo del rosario que rezaban las vecinas que en procesión nos acompañaban mirando de reojo cada movimiento de uno y otro. Yo recogía castañas al paso y las tiraba con fuerza lejos del camino. Todos se comportaban como si yo fuera invisible. Entonces él se acercó. Supe quién era porque pelaba las castañas igual que mi madre, igual que la abuela e igual que todos los que yo conocía y eran familia. Colocó su mano en mi hombro mientras susurraba un «lo siento mucho, mi niña», que por fin me sirvió para entender la situación.
—Hija, este es el primo Alfonso.
Comprendí entonces lo que significa ahogar las palabras, odiar los secretos y por qué vivimos en la ciudad.
#historiasrurales
Me presento con este relato al concurso de Zenda Libros. Escribir, contar historias, imaginar… Delibes, casi puedo verte. ¡Gracias! A ver si hay suerte.
Podría haberlo titulado «Mi vida es una castaña». 💗
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