Tenías las manos calientes y te sudaban un poco. En cambio, mantenías la mirada firme, directa. Me perdí en el color de tus pupilas, tan verdosas, tan marrones… Ojos que había observado mucho y muy de cerca. Ojos que me habían visto crecer, reír y llorar. Me cogías del brazo como si nunca te hubieras soltado de él y yo trataba de pensar más rápido, de mandar una orden sensata de la cabeza al corazón o a la inversa, pero una orden que pusiera de acuerdo a ambos debido a la enorme contradicción que me suponía volver a tenerte delante, después de todo.
Habían pasado más de dos años. De la noche a la mañana pasé de saberlo todo de ti a desconocerte, e incluso, a desconocerme a mí misma. Descubrir que te acostabas con mi Él no fue un trago fácil. Más bien, fue un golpe en toda regla en las entrañas, en el alma y en la confianza.
–Fue todo muy rápido. No fue premeditado… –repetías entre sollozos tratando de hacerte entender–. Vosotros no estabais bien, tú misma lo decías a menudo, y una noche nos encontramos por casualidad al salir del trabajo y nos tomamos una cerveza, como otras veces y el alcohol, la soledad, no sé…
Yo escuchaba atónita la bomba que acababa de estallar dentro de mí y te miraba a tus verdes ojos con incredulidad, como si estuviera soñando, como si me hablaras de otra mujer y de otro hombre, jamás de mi mejor amiga y de mi Él. Impensable.
–Perdóname. Perdónale. Perdónanos.
Quería mandarte a misa para que te fustigaras con tanto perdón y fueras a pedirle al cura penitencia y comprensión, «la carne es débil». A mí solo me quedaban ganas de darte hostias, sin oblea. Hostias como panes y sin medida, hostias que te hirieran, hostias que os tumbaran, hostias que os hicieran desaparecer con la propia hostia que acababais de darme. O quizá había recibido muchas otras antes pero sin enterarme. Y esas en el momento no duelen, aunque tras la confesión o el descubrimiento escuecen como arrancarte la piel. Aúllas de dolor.
–Dime qué puedo hacer. Dime qué puedo decirte. Dime algo, por favor.
No me salían las palabras. Seguía perdida en el fondo de tus ojos, esperando, tal vez, encontrar en su reflejo algo que me pertenecía en la media hora previa a esta conversación: la confianza. ¿Cómo habías podido engañarme tan vilmente? ¿Cómo habías logrado ocultármelo? Quería conocer los cuándos y los cómos, quería saberlo todo, pero la escasa dignidad que me quedaba me protegió de una humillación mayor volviéndome muda.
–¿No vas a volver a hablarme, verdad? Yo le dije que teníamos que habértelo dicho antes, que cuanto más tiempo pasara iba a ser peor…
Y yo valoraba que quizá Él se había acostado conmigo pensando en ti y me pareció atroz, y tú seguías llorando, secándote los mocos y la vergüenza (¿vergüenza? No sabría describir lo que podías sentir en ese preciso instante). Igual había una parte de liberación. Ya no había secretos. Ya no había escondites posibles. Ahora podíais ir de la mano por las mismas calles por las que caminaba yo de la mano ayer con él. Un cambio de cromos, un ahora yo, ahora yo no.
Por sorprendente que parezca, no pensaba en él. Él, cobarde, estoy segura de que hubiera preferido seguir en la sombra disfrutando de tu calor y el mío, por complicado que fuera. Así su chaqueta no se manchaba con dimes y diretes y podía mantenerse impune de puertas para afuera. Un santo. Un buen hombre. Un marido amantísimo y preocupado por su familia todos los días de su vida. Me mordí la lengua y no te dije que antes de ti había habido otras. Sí. Otras. Unas más altas, otras más morenas. Ya ves, y tú llorabas. Estabais enamorados. Podía haberte bajado del guindo, pero me hubieras llamado mentirosa. ¡A mí en una situación así!
–Lo siento mucho, lo siento mucho…
Quise responder «a ver cuánto le duras», no obstante, me callé. No sentí compasión por ti, sino por mí. Ponerte en preaviso me haría traspasar esa barrera que creíamos inexistente entre ambas «nos lo contamos todo», pero que era tan falsa como una amistad que acaba con la amiga y el marido en la cama o al revés, da igual quien monte a quien, el caso es que acaba, y donde hubo confianza… A veces no queda nada.
–Voy a irme. No sé qué más puedo hacer –balbuciste.
–Pagar –dije con tono neutro levantándome como si me hubieran activado la carga de repente y salí sin volver a mirarte a la cara.
–Tenía muchas ganas de verte –me has dicho nada más verme aparecer en el parque–. Siento tanto lo que pasó…
–Uno no debería arrepentirse de las historias que vive.
–Pero te perdí.
–Elegiste mal tus cartas.
–Han pasado más de dos años, ¿me has perdonado?
–Se puede perdonar cientos de veces, pero la confianza solo tiene una única vida.
Supe que hacía meses que habíais roto. Él te había engañado y tú estabas destrozada. Te había temblado hasta el alma al enterarte de que sus manos habían acariciado otros cuerpos. Cuando la otra era yo no sentías lo mismo. Me había vuelto cínica.
–Nosotras… –dijiste en un intento de retomar un pasado que quedó ya muy lejano, parvulito.
–Nosotras ya no somos las de entonces. El patio de recreo cerró por derribo.
Y así me fui, de nuevo, bajando un telón a una relación que fue y nunca más pudo volver a ser. En el parque quedaron las sombras y los niños. Los adultos tienen otro tipo de problemas y las manos calientes que, en ocasiones, sudan.
¡Ay, qué ganitas tenía de escribir un relato!
¿Cómo ha ido el verano? Yo entre juegos de creatividad, vacaciones y preparación de cursos, a tope. Llego a septiembre con ganas, ilusionada y creativa. Mucho. Miles de historias bullen en mi cabeza. Publicaré los martes o los miércoles por ahora. Relatos así, historias tan tuyas como mías, porque solo hace falta salir a la calle y escuchar para escribirlas, la inspiración está por todas partes.
Os dejo este tema que me encanta y le va perfecto a este relato: «Los amigos que perdí» de Dorian junto con Santi Balmes. Estos días he visto a muchas personas que fueron y hoy apenas son recuerdos borrosos. Imagino que a la inversa será igual, uno nunca sabe cómo quedan ciertas huellas.
«Me especialicé en noches suicidas justo el día que la conocí. (…) Si quieres verme vas a tener que explorar esos desiertos que no puedo abandonar(…) Trato de salir de mi mente, me esfuerzo por desaprender. Recorro el camino inverso, busco el origen, busco algo ahí fuera». (Dorian)
¡Nos leemos pronto! Ya sabéis que ahora podéis compartir, comentar y seguir escribiendo conmigo en redes. Os animo a escribir vuestra versión sobre este texto. ¿Aceptáis el reto?
Besos de vuelta al cole. Mirad la agenda para saber por dónde ando. Muaks!
Por cierto, la foto en blanco y negro es de Estitxu Ortolaiz y la modelo, yo misma. ¡Vaya tela! La otra, cortesía de pixabay.
Ciao!