Parece que aún fue ayer
Yo nunca he tenido vocación de madre. Nunca, exceptuando cuando era una cría y jugaba con muñecas, he imaginado mi vida con una persona que dependiera de mí, con alguien a quien educar y con alguien a quien amar incondicionalmente.
Me quedé embarazada a la primera en mitad de la que parecía la historia de mi vida, con tan solo 27 años y una visión de túnel aprendida a base de creencias, sin un camino previo de autoconocimiento que pudiera justificar el por qué, el para qué y el desde dónde de mis acciones. Iba en piloto automático y el Predictor y sus dos rayitas azules me dieron una hostia de realidad que me hizo comenzar el viaje más difícil de toda mi vida.
Mientras en mi vientre crecía un pequeño alíen, una nueva yo nacía enfrentándose a preguntas para las que hasta entonces ni siquiera era capaz de vislumbrar respuestas.
El sueño de formar una familia se hacía realidad y yo me daba cuenta, al mismo tiempo, de que ese no era mi sueño, o no al menos de aquella forma ni en aquel lugar.
El embarazo fue malo. ¿Qué se podía esperar de una mujer en crisis existencial? Malestar continuo, las hormonas disparadas y un diagnóstico de hipotiroidismo que me persigue aún a día de hoy y una rotura de fibras en los abdominales a partir del quinto mes, porque la niña venía con ganas de moverse en este mundo con paso firme.
A ello vamos a añadirle un despido improcedente, y es que a mi jefa —y amiga— por aquel entonces, mi embarazo le vino muy mal. Todo en esta vida es aprendizaje. Ahí lo dejo.
Vale, sí, pero háblame de la maternidad
No recuerdo nada de los primeros dieciocho días de vida de Miniyo. Solo mi llegada a casa con ella en brazos, dolorida y agotada y la necesidad angustiosa de querer dormir. Solo quería descansar. Que la vida me diera una tregua para poder sentirme bien.
Opté por quedarme el primer año disfrutando de ella y cuidándola. Algo de lo que no me arrepentiré jamás porque fue precioso despertarla por las mañanas, vestirla, peinarla, mimarla y verle dar sus primeros pasos, su primer aplauso, estar ahí en cada avance. Sin embargo, viví cada momento en soledad. Y fue una soledad tan honda que caló en mis huesos y mi piel y me llevó a separarme de la persona con quien había programado un futuro.
Ya entonces, cuando Miniyo tenía apenas tres años, recuerdo que al verla reír, saltar, chapurrear frases inconexas, mi sensación era de que su pequeño universo se me quedaba grande. También sentía amargura. Estaba escalando el Everest en pelotas y tanto el cuerpo como la mente tuvieron que hacerse fuertes para soportar la climatología adversa. (Interesante metáfora para definir cuatro años de mi vida)
Una madre al uso
Yo nunca he sido una madre al uso. No he leído revistas sobre crianza ni he tenido aplicaciones en el móvil que me dijeran qué es lo que viene ahora. No sabía cuándo le tocaba que le nacieran los dientes, ni cuándo era el momento de quitarle el pañal. Si alguna conocida con hijos en esa misma edad lo comentaba, entonces yo miraba a Miniyo y pensaba: «pues igual nos ponemos a ello». Y a veces iba deprisa y otras lento. Era tan profunda la conexión con aquel bebé… Y yo seguía tan sumida en una depresión… Quizá es esto lo que más lamento ahora mismo. No haber disfrutado de aquellos años como se merecían porque yo estaba inmersa en un proceso personal que apenas me permitía descansar. Tres trabajos para cubrir gastos, vivir a caballo entre tres casas con una maleta y mi ropa en el maletero del coche de turno…
Cuando pienso en cómo sobreviví a aquellos años, me abrazo. Sin excusas.
Fui una jabata luchando contra el mundo por ofrecerle a Miniyo otra vida, otras oportunidades.
Tampoco he sido una madre al uso porque muchas veces he olvidado la merienda, no he sabido coser un botón y por supuesto, si un jersey se mancha con bolígrafo, la mancha se queda para siempre como recuerdo, porque el título de quitamanchas de mi madre yo no lo he heredado. 🤷🏽♀️
Eso sí, llegaba el cumpleaños de Miniyo y le organizaba fiestas con sus amigos, disfraces y globos, y un bizcocho recién horneado para llevar al colegio y celebrarlo con los compañeros.
Y llega la preadolescencia…
Y llega la preadolescencia y dejas de girar al mismo ritmo que quien tan bien has conocido. Entra el reggeaton, los nuevos amigos y los móviles y aplicaciones perniciosas como TikTok o Instagram que les hacen creerse un mundo que no es real y que defienden por encima del que viven.
Llegan las discusiones, las miradas retadoras, las pruebas para ver dónde están tus límites… y yo siento que es como empezar de nuevo en la casilla de salida, porque no tengo ni idea de qué hacer. Si gritas, mal. Si callas, peor. Si escuchas, silencio.
Intento recordar qué sentía yo con 12 años, pero no me sirve. Los 12 años en los 90 no son los 12 años en la era digital. El tipo de padres que tuvimos no es el tipo de padres que somos. Su mundo y el nuestro aunque parezca igual no lo es. Y a mí no saber qué hacer ni cómo actuar me frustra.
Procuro no comparar cómo fui yo con cómo veo a Miniyo ahora mismo, en este patio de gladiadores en que parece que se ha convertido mi salón. Solo uno de las dos puede salir con vida, entiéndase vida como vencedora de duelos verbales que hieren como cuchillos. Hacía mucho tiempo que no comprobaba el poder de las palabras cuando se usan para dañar y es atroz.
Autorregulación
Una de mis gurús de la psicología y del trato con adolescentes, me habló de este término hace unas semanas. «Itzi, ella debe aprender a autorregularse». Y yo me quedé pensando en cuánta de esa conciencia tengo yo, en cuánta capacidad de regulación gestiono. Con adultos me es sencillo. Con adolescentes y, más en concreto, con Miniyo, caminamos sobre la línea de flotación.
A veces pienso que soy mala madre. Sigo sintiendo que la maternidad se me hace grande y quiero cerrar los ojos y desentenderme porque me duele demasiado lo que sucede. Obvio, no puedo hacerlo y apechugo con las curvas y las volteretas que me va pegando cada nueva situación.
Supongo que la maternidad es rendirse en estado de alerta.
No es permitir que hagan y digan lo que les dé la gana, sino que va más por alejarte del cráter por donde exhalan los malos humos y permitirles que exploren sus otras caras, el lado oscuro de la luna que todos tenemos y que ellos mismos, solo a través de la observación de nuestro ejemplo, vayan aprendiendo a regular dónde y cómo quieren pisar la tierra.
Han pasado 12 años desde que fui madre y mi sensación de soledad sigue pegada a la piel. Añoro no poder compartir con alguien que ame tanto como yo a ese ser, lo bello que tiene una criatura que has visto nacer y desarrollarse. Echo en falta quien me ayude a establecer límites y quien reme conmigo en este mar enfurecido. También alguien que pueda contener mis estados mientras yo aprendo a autorregularme.
Mi psicólogo dice que no es lo mismo criar en una situación normal que la crianza en mi situación. Lo sé. Debo también recordármelo cada día para no perder el norte. Y si para mí que soy adulta ya es difícil comprender mi mundo, imagino que para Miniyo, ahora que empieza a ver la realidad, debe ser una auténtica tortura psicológica ver cómo es su vida.
Aunque tus circunstancias no deben determinar quién eres.
Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo.
José Ortega y Gasset
Ayer me plantearon un mundo sin Miniyo. NO existe. Yo soy otra desde que ella nació y no me imagino un lugar en que ella no esté presente. La maternidad te hace cambiar tus prioridades y ampliar tu visión de la vida estés preparado o no. Por eso creo que tener hijos no es algo que deba hacerse sin pensar, solo porque ya toca, es el paso siguiente o sería bonito imaginar. Uno debe prepararse para que le zarandeen los cimientos, le destruyan como entidad y lo reconstruyan sobre el pilar del amor incondicional, ese que hasta que no eres padre o madre, no aprendes a sentir. Un amor visceral y de entraña que está por encima de cualquier ofensa, herida, palabra o expresión. Un amor que Es y que te arrastra a Ser. Un amor que puede hacerte mejor persona cuando te rindes a la evidencia de que estás ligado de por vida a otro ser. El amor de los valientes es el amor paterno-filial. O al menos, a día de hoy, así lo veo y así lo proceso. Puedo estar equivocada. A esto también he aprendido a marchas forzadas, a equivocarme y a asumir mis errores. Queda festival para rato. Hoy ya es un poco más liviano que ayer…
¿Qué me dices? ¿La preadolescencia te parece un reto o lo llevas bien? ¿Qué ha supuesto para ti tu maternidad? ¿Fue sencilla? ¿Entiendes el concepto de soledad asociado?
Te dejo una canción de mi querido Bon Jovi. Muy fan. 🤩