Creo que tenía diecisiete años cuando en la clase de filosofía me presentaron a Wittgenstein. Después del primer año de una asignatura que me había volado la cabeza por la cantidad de ideas nuevas que me había aportado, llegó el Tractatus Lógico-Philosophicus. Y en él, una cita de la que no he logrado desprenderme:
«Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo».
Al mismo tiempo, mientras en las mañanas de instituto una profesora me enseñaba a abrir mi mente a otras ideologías y corrientes de pensamiento, por las tardes, un chico que me gustaba lo suficiente como para escucharle con atención, me dijo que nunca me diría realmente lo que sentía por mí porque «eres dueño de tu silencio y esclavo de tus palabras», arguyó. 🙄 Obvio, casi treinta años después suena a chiste que yo me mantuviera estoica esperando que se diera cuenta de las grietas que tenía su intento de filosofía, sin embargo, siempre he querido ver hasta dónde son capaces de llegar las personas por defender una idea que va en contra de sus emociones.
El peso de las palabras
Las palabras tienen mucho peso. Lo tienen sobre todo cuando el oyente tiene la despensa de ideas y conceptos vacía, cuando hay hambre de «dime algo», lo que sea, que sacie lo que de verdad uno debería decirse a sí mismo.
Las palabras nos condicionan. Nos empujan, nos limitan, nos impulsan, nos atontan. Hay palabras que son como un guantazo que te dejan ko y palabras que te elevan como si hubieses presenciado un milagro. Existen palabras mágicas también. Palabras que te devuelven a la realidad cuando tus pensamientos te han llevado demasiado lejos y palabras recurso que ayudan a recuperar cierta calma y paz mental. Por ejemplo, los mantras.
Un diccionario propio
Empecé a escribir un diccionario propio el día que te conocí. Estaba tan emocionada, tan alterada, tan excitada e ilusionada, que necesitaba apuntar letra a letra todo lo que habíamos hablado durante la cita. Lo que habías dicho, cómo lo habías dicho y lo que yo te había respondido. Por la noche, antes de acostarme, releí el cuaderno donde había anotado minuciosamente cada palabra. ¡Lástima que no pudiera retener tu tono!
Al cabo de los días, a medida que la emoción aumentaba, el cuaderno se me quedaba corto. ¿Cómo dejar constancia de lo que habíamos experimentado juntos si nuestro lenguaje era tan limitado? Así que empecé a grabarnos. No me atreví a decírtelo porque ibas a tomarme por loca, cuando yo tan solo quería retener, mantenernos así, etéreos y, al mismo tiempo, precisos y definidos. Era una forma de evitar que mi imaginación me jugara malas pasadas, que creara escenas «demasiado» bellas o «poco» reales o de que acabara inventándome cosas. Quería ser fiel a lo vivido y para ello de la grabadora pasé a las cámaras ocultas.
—¿Qué más te da si me pongo así o así, Lady? —protestabas. No podía decirte que si te colocabas delante del objetivo no grababa tus labios—. Cada vez estás más rara. No sé, no estás como al principio. Antes sentía que me prestabas más atención…
Aquel día regresé muy triste a casa. Al repasar los vídeos, fui incapaz de discernir dónde estaba el punto de fuga, por lo que al día siguiente, cuaderno en mano, contraataqué.
—Me dijiste que soy la mujer de tu vida. Me dijiste que me querías. Me dijiste que no había nadie que te comprendiera como yo. ¿Cómo puedes decirme que no te presto atención? ¿Que soy rara? ¡Me dijiste que soy especial!
—Yo nunca he dicho…
—¡Sí, sí lo has dicho! —grité fuera de mí misma. Luego te mostré el cuaderno, señalé a la cámara y te enseñé los audios del teléfono.
Me miraste consternado, confuso.
—¿Por qué lo has hecho?
Respondí encogiéndome de hombros. ¿Por qué no?, pensé. Si somos las palabras que escuchamos y las que pronunciamos, si guardo un registro de todas ellas, tendré el diccionario infalible para que la comunicación entre tú y yo no falle. ¿En qué parte había fallado mi plan?
No volví a saber de ti. Te tragó la tierra o, por ser un poco más sincera, confesaré que me bloqueaste en todas las redes sociales y en cada apartado de tu vida. Durante un tiempo, seguí releyendo los primeros cuadernos y veía en el teléfono nuestros encuentros. Intentaba leerte los labios cuando no entendía bien lo que habías dicho y llegó un momento en que dejé de reconocer a la mujer con la que conversabas. ¿Quién era ella? Solo entonces comprendí lo sucedido el último día y lo equivocada que estaba.
Las palabras tienen fecha de caducidad. Prescriben. Y la tienen, precisamente, porque van asociadas a emociones que se generan en el momento. Una palabra fuera de lugar puede implicar que después debas pedir perdón, no quiere decir que esa palabra se convierta en una condena. Por tanto un «te quiero», un «te necesito» y un «eres especial» son también de consumo recomendado en el presente.
Quemé los cuadernos y borré toda prueba que pudiera inculparme, ya que tú pensabas que me había obsesionado contigo e incluso valoraste denunciarme. Sin embargo, yo no volví a acercarme a ti y acepté con dignidad que había perdido a un hombre bueno. Que me había equivocado.
Las palabras tienen un tiempo presente y mantienen un eco en la memoria del futuro. Sirven para entender, para encontrar cobijo y comprender a otras almas, pero no son las guías de escalada a una montaña.
¿Qué hacer con tantas palabras?
Creo que hay que aprender a usarlas, a pronunciarlas, a sopesar su huella, a valorar quién las recibe. Creo que hay diferentes diccionarios, de hecho. Los que se usan con los cercanos, con los de confianza que pueden contener todo tipo de palabras y los que se emplean con conocidos de segunda o tercera línea, los del protocolo.
Porque hoy en día sigo pensando que el silencio puede convertirte en esclavo, de acuerdo, pero también puede erigir un muro de incomprensión entre dos personas que se quieren y que si no se rompe a base de palabras, no caerá jamás.
Siento que debemos utilizar las palabras para hablarnos, para conectar. Es cierto que todos queremos recordar, en especial los momentos cumbre de nuestra existencia, poder evocarlos sin parafernalia ni luces de neón. Recordarlos tal cual fueron. No obstante, no debemos olvidar que las palabras también pueden ser una condena y una mochila que nos impide avanzar y ser felices, que nos impide, sencillamente, ser.
Supongo que yo, que vivo de las palabras, debería escribir un tratado más lógico al respecto, pero por normal general no suelo releerme y no regreso a lugares donde ya estuve en versos. Prefiero esa sensación de memoria difusa, de vaho y colores vintage que ofrece el paso del tiempo. Saber que viví, saber que me equivoqué, que hablé de más, que me quisieron, que me ofendieron, que dolió y que, como todo en la vida, pasó.
Las palabras no nos definen. Solo son etiquetas, adjetivos, nombres, adverbios a los que colocamos una emoción ligada a un momento determinado. Sin las palabras que hemos pronunciado, sin las que hemos escuchado, en vacío sonoro y léxico total, seguimos estando nosotros. Tú. Yo.
Sobre las palabras…
Jarabe de palo cantó aquello de Dueño de mi silencio y Los Rodríguez en los 90 aquello de Palabras más, palabras menos.
Destaco esta que es la más reciente y es mi Bunbury. 😉
¿Compartes conmigo algunas de tus palabras?
G1r4s0l
Realmente me encantó, solemos obsesionarnos un poco con aquello de me dijo y yo le dije, en especial en las relaciones. Cuando todo acaba y las palabras pronunciadas se convierten en susurros tememos olvidarlas porque nos hacen volver a sentir, como la música. Cuando escribía algo con mucho sentimiento y emoción me gustaba transcribir un poco de la letra de la canción que estaba escuchando, pensando que en algún tiempo cuando lo vuelva a leer me tranportarían a ese lugar y momento cuando lo escribí; sin embargo, no fue así. Algunas cosas solo se sienten una vez y lamentablemente no podemos atraparlas en frascos para luego rememorarlas, pero eso las hace más especiales.
Itziar Sistiaga
Gracias por tu comentario y tu visión. Es que nos aferramos a las palabras con tanta vehemencia que a veces acabamos identificándonos con ellas y eso resulta perjudicial.No siempre, pero me apetecía hablar de cuando sí lo son.
Un beso.
David
Muito interesante seu ensaio
Itziar Sistiaga
Muchas gracias, David. Un saludo.