Lady tenía catorce. Esa edad en la que o formas parte del grupo o crees que estás fuera del mundo. La edad intensa, la de los grandes cambios físicos y emocionales. La edad donde descubres que tu círculo no es un círculo cerrado sino una parte de una geometría sagrada y compleja llamada Vida.
La edad donde te alejas de tus referentes y los cuestionas y el momento crucial en el que empiezas a forjar tu carácter con tus decisiones y tus elecciones.
Así llegó un nuevo grupo de amigas que, al principio, la acogieron con curiosidad. «Eres la extranjera, la forastera, voy a enseñarte mi lado más amable», hasta que Lady y su encantadora personalidad deslumbró a quienes no debía deslumbrar —según ellas—, los chicos del grupo.
Lady lo único que tenía en común con ellos era la liviandad y la pasión por el deporte. Mientras sus nuevas amigas se preocupaban de pintarse las uñas, Lady corría detrás de un balón y trataba de encestarlo o se apuntaba a cuanta partida al futbolín se programara. Pasó de ser simpática a ser una marichico. Pasó de ser bienvenida a ser un estorbo.
El mundo con ellos era más sencillo, por lo que Lady optó por quedar directamente con los chicos, sin conocer que existía una ley no escrita por la que cada movimiento que una del grupo realizara tenía que saberlo el resto para dar su visto bueno. Obvio, como Lady no lo sabía ni lo acató, sufrió las temidas consecuencias. Una fea reputación de puta cayó sobre sus espaldas.
Nadie decía nada ante Lady. Más bien, bailaban el agua de la cabecilla del grupo, porque era más sencillo tener otra cabeza de turco que estar en la diana de posibles enemigas del reino.
Lady sabía que estaba de pasada. Quería pasárselo bien. Regresar a Mr Jones Country con la sensación de haber vivido un gran verano. No quería que hubiera malos rollos. Confiaba ciegamente en la bondad de las personas, en que los celos y las envidias acaban pasando y en que si nadie dice nada es que no hay nada que decir. ¡Error! Se equivocó.
Faltaban apenas cuatro días para regresar. Había quedado con el grupo de chicas para ver una película en casa de una. Cuando llegó se enteró de que la cita era una hora antes —en tiempos de vida sin móvil, a primeros de los noventa, tenías que estar atento a los planes porque si no corrías el riesgo de perdértelos—. En este caso, la cita previa fue adrede. No querían contar con Lady para el videoclip. Cuando Lady llamó al interfono, el grupo estaba grabando un playback en el salón. Se agitó por tener que interrumpir la grabación. Abrieron y Lady llegó entre silencios y risas incómodas, intentando disimular su malestar por no haber sido invitada a la hora.
—Vamos a poner el vídeo que estábamos grabando y que esta ha interrumpido —dijo Lady Lait con su voz áspera—. Así continuamos a partir de dónde íbamos. Siéntate ahí, Lady.
Lady ni siquiera pidió perdón. Se sentó en el sofá, sonrió al reconocer a Axl Rose en el videoclip que se mostraba en la tele y reconoció la inconfundible November Rain. En los noventa se escuchaba otro tipo de música, la verdad.
Entonces empezó a sonar el audio que habían grabado y también se escuchó el timbre. Y después un vocerío de «mierda, es Lady, vaya putada. ¿Quién la ha invitado? ¡Pero si es tonta! A ver quién la aguanta… ¡Joder! Si habíamos quedado en que no viniera…»
Intentaron cortarlo en cuanto repararon en él. Lady las miró a todas una a una a la cara levantándose con parsimonia del sofá. Alguna, avergonzada, dijo que no era cierto, que ella no pensaba eso, que…
—Da igual —dijo Lady intentando disimular el temblor de voz—. Os lo podíais haber ahorrado siendo un poco más valientes y diciéndome desde un primer momento que no me queríais.
Y se fue.
Se fue escaleras abajo, calle abajo y río abajo hasta llegar a un banco y llorar la pena, la rabia y el resquemor. Luego, con la poca dignidad que le quedaba, fue a jugar a baloncesto que los chicos: necesitaba pasarlo bien. Reír. Sentir que alguien la apreciaba y llegar a casa con la cara menos pálida para que no le preguntaran qué había pasado.
Por sorpresa llegó el grupo de chicas hasta el campo de baloncesto donde estaban jugando, convencidas de que habían derribado a Goliat y, fue tal la rabia que Lady Lait sintió, que organizó una campaña de acoso y derribo contra Lady en los siguientes tres días que duró su estancia.
Lady no volvió a aquel lugar.
Solo una persona dio la cara por Lady y ya ha tenido su historia en este blog.
Moraleja: allá donde no te quieran, no te demores.
Obvio, escribir esto con cuarenta y dos años resulta sencillo. Vivirlo cuando estás empezando a vivir es dificilísimo, pero Lady sabe que fue una de las primeras cribas que hizo en su vida y que November Rain le enseñó más que muchas otras canciones.
Definitivamente, hay gente mala en el mundo. Envidiosa, rastrera, mediocre.
Pero hay mucha más gente bondadosa y brillante, colaborativa y generosa que te allana el camino en vez de ponerte piedras para que tropieces y no logres ser feliz.
Casi treinta años después, esas mujeres —que hoy en día veo muy de cuando en cuando— agachan la cabeza al verme pasar. Otras buscan mi saludo e incluso una redención. Mi Yo del presente las ha perdonado. Mi Yo adolescente no las olvida, porque olvidar a quien te quiso hundir significa olvidar por qué y por quién debes continuar a flote.
Quiérete tú, quiérete, Lady, porque venimos solos y solos nos iremos.
Nunca había escrito sobre esta historia real. ¿Por qué hoy? ¿Y por qué no? Construyamos a partir del dolor. Démosle brillo a las sombras, porque donde hay luz no puede haber oscuridad.
El bullying es asunto de todos.
Cuidemos a los chavales, los adultos no sabemos ni la mitad de lo que sucede en sus círculos más próximos. Los adolescentes no quieren tener que pedir ayuda, quieren ocultar su dolor, evitar sentirse excluidos y vulnerables, pero nosotros, adultos, sabemos lo que pasa allá abajo, sabemos reconocer los miedos, las dudas y la frustración. Estamos como faros por si llegan las tormentas.
Y si descubrimos que nuestros hijos son quienes hacen bullying a otros, enderecemos el rumbo de ese chaval/a por un mundo mejor y más humano. Nadie es más que nadie.