No recuerdo bien cómo era dormir contigo. Si peleábamos por las mantas, si roncabas o si lo hacía yo. No recuerdo el calor de tu cuerpo, ni tus sudores tras malas noches; solo recuerdo el despertar. Abrir los ojos y encontrarte, porque siempre amanecías antes que yo y permanecías quieto junto a mí, observándome, aprehendiéndome dormida, siguiendo el ritmo de mi respiración. Pedías que durmiéramos desnudos, te gustaba el contacto de mi piel. A mí, también. Las más de las veces caíamos rendidos tras hacer el amor; el tiempo se llevó esas ansias. La rutina cedió al cansancio.
Aún así, cada vez que abría los ojos ahí estabas, guardián sigiloso de mis sueños. A días me asustaba, otros, antes siquiera de abrirlos, sonreía sabiéndote espía. Me gustaba tanto que lo hicieras…
—Algún día me contarás todo lo que piensas mientras me miras.
—¿Para qué? No necesitas saberlo.
—Siento curiosidad. ¿Qué ves? ¿Qué piensas? ¿Qué te inspira?
Decías que «cosas tuyas», después, te encerrabas en tu estudio y pasabas horas enteras dibujando. Jamás sabré si fui tu musa, tu inspiración o tan solo la tonta que posaba para ti mientras dormía, pues ninguna de las mujeres que pintaste llevó nunca mi cara, ni mi cuerpo. Incluso este lienzo que tantas ganas tuve de ver finalizado, recibió el título más humillante que puedo imaginar, siendo yo como era, tu esposa: «las dos amigas».
Cuando abandoné nuestra buhardilla, solo te atreviste a preguntar:
—¿Con quién creías que dormías?
Soy muy fan de la pintura de Toulouse-Lautrec. Me resultan tan sugerentes sus dibujos que escribo historias. La ficción es un campo tan maravilloso como infinito y me encanta adentrarme en él. Dejar aflorar esas ideas y darles cuerpo, el que quizá algunos no pinten, el que tal vez algunos deseen, el que ciertamente, alguno ama.
Hoy me he despertado pensando en esos amaneceres en compañía, en la calidez de despertar junto a alguien y en cómo, de tan habitual que acaba siendo para muchas parejas acostarse juntas, no se dan cuenta de la belleza que tiene observar a quien amas mientras duerme, hasta el momento exacto en que se despierta y estar ahí, presente, para darle los «buenos días».
Quizá sucede que olvidamos que despertar es lo único que haremos cada día mientras estemos vivos. Y que solo por ello, ya merece la pena una buena pelea por las mantas, los tapones en los oídos, las charlas hasta pasada medianoche y las caricias, muchas caricias.
Os dejo una canción que me gustaba mucho de Jarabe de Palo: «duerme conmigo«.
«Ven a mi cama, duerme conmigo,
entra en mis sueños porque hace tiempo que me he perdido.
Ven a mi cama; duerme conmigo.
…y despertar, abrir los ojos y encontrar, que nada sigue igual. «
Este es un relato de miércoles.
¡Nos leemos, gente bella!
Muaks!