Cuando una lee mucho, tiene muchas historias en la cabeza, que no pájaros. Historias inventadas e historias reales. Historias de aventuras con desenlaces tragicómicos e historias personales que forman parte del curso de la vida. Historias de ciencia ficción donde su comparación con la realidad es hasta ridícula e historias que, de tan veraces, erizan la piel.
A mí se me erizó la piel ayer en una manifestación en Donosti, donde miles de personas caminaron por la Bella Easo de forma pacífica reivindicando sus derechos. No importaba nada más que la primacía del sentido común y el propio sentido de la vida, que todos somos seres humanos con iguales derechos. Así, al menos, lo dice la ley.
En la calle no había banderas políticas, daba igual quién votara a quién —por fin—, daba igual el color de piel, aplaudir a la Real o al Alavés o practicar taichi mientras amanece o al atardecer. Daba igual preferir chocolate o vainilla, dulce o salado, el Caribe o Benidorm.
Lo que importaba y lo que me emocionó fue la verdad real del caminante, la de «me reconozco en ti sin miedo, no estamos haciendo nada malo, no eres mi enemigo, ni mi guardia, ni mi esclavo. No eres menos, ni más, ni insuficiente, ni peligroso, sino igual. Igual, igual, absolutamente igual».
Y es que es tanto el ruido de ahí afuera, es tanta la matraca televisiva y de todos y cada uno de los medios de comunicación que están recibiendo ingentes cantidades de dinero para mantener la versión oficial que, otro gallo cantaría si, con ese dinero ayudaran de verdad a quienes menos recursos tienen, sin esforzarse en colocarnos la etiqueta de ciudadanos «a» o ciudadanos «b».
Colapsé esta semana cuando se aprobó el pasaporte. ¿En serio? ¿Y qué más? ¿Y ahora? Llevamos dos años de auténtica ciencia ficción. Hemos saltado de 2020 a 1984 en un santiamén y hemos descubierto cómo la Policía de lo correcto no era una invención de Orwell sino una visión, un aviso, un «ojo, gente, que el Gran Hermano os vigila».
Acusan a unos de ser negacionistas cuando no lo son. Hablamos de personas que de repente se han dado cuenta de que el camino que está llevando la humanidad no nos hace felices y, es más, nos aleja de la mayor sensación de felicidad existente que es la libertad personal.
Si cualquier persona se detiene un segundo de los de verdad, se espantaría al ver lo que está sucediendo. Quizá se cuestionaría por qué desde hace dos años no hay disputas políticas en cuanto a un determinado tema, por qué si algo es tan contagioso lo primero que se ha hecho no ha sido habilitar un espacio para desechar los residuos que se han convertido en parte del decorado habitual de cada calle y cada ciudad. Por qué todos los medios de comunicación hablan de lo mismo y cuentan con los mismos protagonistas y por qué no se permite que otras voces hablen, expresen y muestren resultados que aportan otro tipo de información.
Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo, decía Albert Einstein.
Si algo he aprendido en este 2021 es lo importante que es hacerse responsable de una misma. Y esa responsabilidad no radica en obedecer, la responsabilidad es el aprendizaje. La visión periférica y global —que no globalitaria—. Me he dado cuenta de que no me enseñaron a pensar, que no me enseñaron a cuidarme, que no me enseñaron a cuestionarme lo que era verdad y lo que no, que yo, como si viviera en la caverna de Platón, creía en las sombras y la luz era demasiado cegadora y asustaba demasiado como para darle credibilidad. Hasta que el dolor de la vida en la caverna fue tal que subí la rampa y de a pocos, fui adaptándome a la luz. Aprendí un poco de gestión emocional, otro poco de gestión económica y algo de leyes y salud integral para darme cuenta de que la gruta se le quedaba pequeña a mi alma, un alma que pasó a convertirse en faro, en luz radiante y viva, ¡viva! Porque sin saberlo había soltado mis cadenas con el sistema y había descubierto que fuera existía otra forma de vivir. Y que hay tanta o más gente buena, y solidaria, que mala y peligrosa.
En Donosti ayer caminábamos por la rampa bajo el influjo de la luna llena. Hombres y mujeres de todas las edades, de todos los estamentos de la sociedad, unidos, en absoluta paz y alegría porque quien descubre la luz ya no puede volver a las tinieblas y porque no nos sentimos solos ni desamparados ni somos unos locos hippies que protestan por protestar; porque no éramos cuatro, éramos miles.
Cada persona es libre de hacer con su cuerpo lo que desee, al menos eso es algo que siempre he creído que era una verdad irrefutable. Sin embargo, ahora me cuestiono por qué se ha convertido en una obligación ser o no ser, hacer o no hacer, tener o no tener, para poder entrar en una biblioteca, en un local o en cualquier lugar de este mundo al que todos vinimos exactamente igual, en pelotas, con nada, absolutamente nada más que un corazón latiendo. Y así nos iremos, sin nada, quizá pronto, quizá tarde, ¿quién sabe? A veces pienso que hay quien ha olvidado esta máxima de que estamos de paso y es por ello que se aferran a la vida con uñas y dientes, saltándose los derechos fundamentales del vecino y algo tan esencial en cada individuo como es el libre albedrío.
Con todo el respeto por quienes piensan y actúan de otra forma, me gustaría con estas palabras poder hacerte pensar y sentir lo que late dentro de ti y de mí. ¿De veras somos tan distintos?
Supongo que tú también has leído novelas bélicas o habrás visto películas sobre la Segunda Guerra Mundial. ¡Vaya con el cine! ¡Vaya momentazo de la historia! ¿Eh? Aquellos niños perdieron su infancia. Yo, la verdad, siento que nuestros niños son esos «niños de la guerra» que llevan dos años aprendiendo a protegerse la sonrisa, aprendiendo a aislarse, sintiéndose culpables si se acercan demasiado o incumplen lo que la propia naturaleza del ser humano les pide: tocarse, abrazarse, sentir a quienes quieren.
Niños que, con estoicismo, dejan de ser niños; adolescentes que, con resignación, dejan de quemar el mundo y las hormonas; adultos que, obedientes y temerosos de las sanciones, dejan de cuidar y disfrutar con sus seres queridos.
¿Esta es la vida ahora, en 2021? A mí, te juro, me parece un cuento de terror.
Dice la RAE que experimentar es en las ciencias fisicoquímicas y naturales, hacer operaciones destinadas a descubrir, comprobar o demostrar determinados fenómenos o principios científicos. Se ha demostrado por activa y por pasiva que un experimento génico no protege de lo que han decidido llamar vacuna. Porque yo estoy vacunada contra el sarampión y si te planto un beso estando tú infectado, jamás me contagiarías. Pienso en la incongruencia y el sinsentido de inyectarse algo que supuestamente te va a evitar enfermar, pero luego no evita sino que alivia síntomas y, a pesar de ello, tienes que seguir aislándote, llevando celulosa sobre la boca y guardando distancias, eso sí, excepto en el fútbol, nuestro particular circo romano.
No sé, llámame loca, pero en los libros que he leído, las incoherencias te hacen dejar de creerte a los personajes y la historia que te cuentan porque la trama no se sostiene y para que una historia cale tiene que explicarse muy, pero que muy bien. Es más, los protagonistas que trascienden son siempre los héroes que se enfrentan a su destino y no se resignan a él.
Supongo que tanto la historia de la caverna como la de fuera están escritas en idiomas distintos y los de dentro no entienden a los de fuera. ¡Ay, Platón! ¡Cuánto sabías ya del mundo hace más de 2400 años!
Escribió Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido que «la actitud con la que un hombre acepta su destino y el sufrimiento que este conlleva, la forma en que carga con su cruz, comporta la singular coyuntura —incluso en circunstancias adversas— de dotar de profundo sentido a su vida. Puede conservar su valor, su dignidad, su generosidad o, arrastrado en la amarga lucha por la supervivencia, puede olvidar su dignidad humana y actuar como un animal, como sucede con los prisioneros de los campos. En esa decisión reside la oportunidad de atesorar o despreciar los valores morales que su dolorosa situación y su duro destino le brindan para su enriquecimiento interior».
Escribo porque no puedo callar lo que siento, porque mi hija de 13 años me ha pedido pasar por el aro para «poder vivir». Se me parte el corazón. Me pregunto: «¿en qué momento hemos dejado de vivir?»
No toquen a los niños, no permitamos que los encierren en la caverna y apaguen su luz. No perdamos la dignidad como seres humanos, no nos llenemos la boca con palabras como «solidaridad» o «humanidad» cuando impides que tus vecinos sean tan libres como tú. Con pequeñas acciones y sin miedo es como podemos soltar las cadenas y vivir sanos y libres. Asumamos no el riesgo sino la responsabilidad por el bien común. Escuchemos todas las voces y después saquemos conclusiones. Si siempre bebes de la misma fuente y esa fuente está envenenada, ¿cómo saber que estás enfermo?
Mirémonos a los ojos. ¿Acaso no somos todos iguales y deseamos el bien para todos? ¿O solo deseamos el bien a unos pocos?
O todos o ninguno.
Así era como jugaba yo de niña. ¿Y tú?
Besos a tutti.
Con amor, ♡
Itziar